El paso de la amistad al amor no admite empujoncitos ajenos.

Sus ojos se abren con el sol brillando ya en lo alto. Se revuelve en su saco de dormir y echa la mirada a su al rededor. Todos sus amigos duermen plácidamente. Sonríe. Decide levantarse, e intenta hacer el mínimo ruido posible. Pero es casi imposible salir de la angosta tienda de campaña sin, por lo menos, rozar los pies de alguien. Era el que menos quería que se despertara, pero ya no había vuelta atrás. Se incorporaba y agudizaba la vista intentando ver algo más allá de sus todavía dormidos ojos. No tarda en darse cuenta de que no deberían despertar a los demás, por lo que sin decir nada, ambos salen de la tienda. Ya liberados del agobio del ambiente de la pequeña tienda, respiran hondo. Mientras él se estira, desperezándose, ella simplemente mira a su al rededor. Eligieron un lugar perfecto para acampar. Pueden escuchar el sonido del agua correr no muy lejos de allí. Un río no muy caudaloso pero sí con muchos rápidos. Pero parándose a escuchar, no sólo escuchan el sonido del agua saltar entre las piedras. Pueden escuchar también ronquidos procedentes de la otra tienda, que se encuentra a sus espaldas. Se ríen intentando no hacer demasiado ruido, y entonces sus miradas entran en contacto recordando la noche anterior.

Ninguno de los dos quería ir a la acampada, pero entre todos consiguieron convencerlos. Y para los dos utilizaron la misma excusa: será vuestra noche. Llegaron allí incómodos, a penas se miraron. Cuando empezó a anochecer, y el frío era combatido con el alcohol, ambos empezaron a relajarse. En un ambiente más distendido, volvieron a ser los buenos e inseparables amigos de toda la vida, enamorados en secreto el uno del otro. El resto, como siempre, decidió tomar cartas en el asunto. Durante toda la noche, se las apañaron para dejarles solos. A veces junto a la hoguera, a veces los mandaban a buscar leña... No les funcionó. Se sentían demasiado nerviosos, demasiado inseguros de si realmente el otro quiere algo más que la preciosa amistad que tienen. Todos empezaban a darlo todo por perdido, incluso ellos, cuando el amanecer comenzó a aclarar el estrellado cielo. Subieron a un conjunto de rocas que se levantaba casi sobre los árboles, cerca del río, donde se sentaron y siempre con una botella cerca, contemplaron el amanecer. Fue entonces cuando los primeros rayos de sol de un nuevo día bañaron sus rostros. No sólo de un nuevo día, sino de una nueva vida, juntos. Se miraron, y supieron que realmente ambos sentían lo mismo. Y sin que nadie se diese cuenta, él deslizó su mano por la roca hasta agarrar la suya. Ella sonrió, y minutos después, con el sol ya en su rutina, en el camino de vuelta, consiguieron desprenderse del grupo. No muy lejos, de hecho, podían verlos desde su posición. Y sus amigos también les vieron a ellos, sin que se dieran cuenta, como unos espías satisfechos. Y por eso volvieron a brindar con su botella mientras ellos dos paseaban entre los árboles, cogidos de la mano y diciéndose lo que tanto tiempo esperaban decirse.

De vuelta al campamento, sus amigos habían empezado a quedarse dormidos. Nadie comentó nada respecto a ellos. Como si no hubiera nada nuevo, como si sus manos entrelazadas fueran lo más normal. Lo más normal o lo que debería serlo. Y ahora que todo era como tenía que ser, nadie quería que se sintieran incómodos. Naturalidad.

Se durmieron abrazados, susurrándose al oido te quieros atrasados mientras su intimidad era perturbada por los vagos ronquidos del resto de ocupantes de esa misma tienda de campaña. Ahora, ambos sentados en un par de piedras y comiendo algunas galletas a modo de desayuno, se miran a los ojos arrepentidos de no haber dado ese paso antes. Meditan sobre los besos perdidos, los abrazos llenos de amor, las caricias... Una cosa tienen clara: nunca más dejarán escapar al otro.