1.2.17

Soy el recuerdo del que nadie se acuerda.

De repente, me descubro a mí misma como una cría que no sabe nada del mundo ni de las personas, perdida en el universo y muy muy sola, sin nadie que le vaya a ofrecer la mano para no perderse en el ir y venir de aquellos individuos. Sin nadie que la vaya a contener cuando explote, sin nadie que le vaya a sostener la cara para decirle que todo irá bien. Me siento una niña tonta en un mundo que no está hecho para ella, en un mundo que le recuerda que es demasiado atroz para ella. Es un mundo que abre todos los días sus fauces a la par que los diminutos ojos de esta niña; y esa niña, Yo, puedo ver en todos y cada uno de sus dientes todos los puñales que se clavan en mi cuerpo al coger aire con fuerza. Y todos esos puñales rezan los momentos que ansío, los momentos que extraño y los que deseo. Todos esos momentos que sólo tendré la oportunidad de conocer en forma de herida. Y ahora soy una niña, perdida y sola, llena de llagas que sangran incesantemente. Y escuecen, me impiden ver con claridad el horizonte, y pienso que quizá no merezca la pena levantar la mirada, que de qué sirve seguir de pie, si no tengo a nadie con quien caminar, si no tengo a nadie que me acompañe en la ardua tarea de convertirme en quien quiero ser.

¿Y quién quiero ser?, me pregunta mi voz interior. La verdad es que no tengo ni idea, pero esta niña ignorante e inocente está muy cansada de ser ella. Está harta de que las lágrimas le escuezan en las mejillas, que le ardan en la piel. Está harta de que las lágrimas se disuelvan en el charco de sangre que crece y crece a sus pies. Está exhausta de ser quién es, de sufrir cómo sufre, en un terrible silencio inaudible para todas esas personas que van y vienen, pisando toda esa sangre estancada y dibujando sus huellas en el caos que es su pasado, su presente y su futuro, plasmando sus huellas en un bosque lleno de pisadas sobre unas flores que nunca debieron atreverse a mostrar su esplendor.

Ahora todo se tiñe de un rojo que se oxida tan rápido como ella pierde las fuerzas. Se oxida veloz a la vez que esa niña tonta, que no sabe cómo enfrentarse al mundo, que no sabe cómo seguir adelante, desfallece, quizá sin intentarlo, o habiéndolo intentado suficiente. El rojo se vuelve negro, y sus músculos ceden. Suena el sonido seco de su cuerpo contra el suelo, y una espiración de aire se escapa de su boca al contacto de su pueril rostro contra el suelo. Tiene los ojos entreabiertos, y mira de frente las fauces de aquel monstruo que la amenaza incluso cuando es incapaz de moverse. Suspira, y la leve fuerza del aire que sale entre sus labios forma una serie de ondas, que se alejan, en el charco de sangre que ahora baña su cuerpo desnudo. Mas su tez pálida se tiñe del rojo intenso que emana de todas sus grietas, que se abren, se abren y se siguen rompiendo, convirtiendo su cuerpo en un pequeño rompecabezas del que se han desvanecido muchas piezas.

Ya no puede llorar. Expira su voz. Sus manos tratan de pedir ayuda a la procesión de grandes zapatos que desfilan a su alrededor. Pero nadie la mira, nadie se detiene, y siguen estampando sus huellas por un lienzo que, en algún momento, fue blanco y tenso, y que ahora se mostraba deformado y sucio con el color de sus sueños rotos, de sus ilusiones en mil pedazos, arañando aquella tela y amenazando con rasgarla.

Quizá ese era el fin. Aquella niña tonta nunca llegaría a crecer, nunca se haría lo suficientemente fuerte como para soportar aquel mundo, como para hacer frente a un universo demasiado grande para ella, un cosmos que la hacía sentir todavía más diminuta y la asfixiaba entre sus garras. Aquella niña tonta nunca tendría ya las fuerzas suficientes para levantarse. Permanecería inmóvil mientras aquellas fauces hambrientas se alimentaban de sus pedazos rotos y bebían de aquella sangre en la que nadaban sus lágrimas, que encapsulaban todos sus anhelos. Con el tiempo, poco quedaría de aquella niña tonta, que nunca dejó de ser niña, ni dejó de ser tonta. Con el tiempo, dejaría de existir. Se desvanecería, desaparecería.

Y de aquella niña tonta sólo quedó un pequeñísimo vacío en aquel mar de pisadas que caminaban por ese lienzo que, algún día, prometió ser la gran obra maestra de su vida. Y, con el tiempo, al igual que los barnices más antiguos, también se oxida ese recuerdo, el recuerdo de aquella niña, del que nadie se acuerda.

Adrift, by Jeremy Likpking.