3.5.15

¿Quién es el náufrago? - Parte I.

La manilla del reloj rebasaba las tres de la mañana ya, sus ojeras bien lo sabían. Sus ojeras fatigadas, exhaustas de vivir, de mirar, de llorar, de doler, de sentir el tiempo pasar. Todavía había automóviles de aquí para allá, algún que otro taxi que recoge a aquellos a los que se les ha hecho tarde, algún que otro coche que trae a pobres desgraciados como él al único lugar que se permitía acogerlos. La ciudad se preparaba para el nuevo día, recargaba sus pilas en la oscura y húmeda noche, pero aquel no era lugar para pensar en el mañana.

En luces de neón, un rótulo hacía una vaga referencia al ayer. El eterno ayer al que, sus clientes, sus habituales, fieles amantes del café barato, de las camareras condenadas, de los taburetes incómodos y de todos los tipos de ratas de su interior, se aferraban sin remedio alguno. El eterno ayer, hecho para recordar. Un ayer que, en aquel lugar, todos intentaban ahogar de la peor manera: negándose a olvidar.

Con sus zapatos salpicados de la vergüenza, de la desidia de su vida, se detuvo frente aquel local en el que, varias veces al mes, se quitaba hasta las apariencias. Cruzó la puerta con los hombros caídos. Al final de su lánguido brazo, colgaba un lustroso maletín que gritaba auxilio en un lugar como aquel. Y entonces comenzó el desfile. Cruzó todo el local saludándose de manera silenciosa, respetuosa y amistosa con la mayoría de los allí presentes. Llegó a uno de los taburetes al final de la barra, e intercambió una helada mirada con una de las camareras.

Y sus ojeras, de nuevo sus ojeras, exhaustas de vivir, de mirar, de llorar, de doler y sentir el tiempo pasar, se hacían más patentes con la horrible iluminación del bar. No tuvo que separar sus labios para obtener su taza de café. Ese café que tanto atraía a almas desamparadas como él. Ese café que era como un faro en el mar de la desesperación de todas las vidas que llenaban ese pequeño barco hacia el ayer. Se bebió su taza, y los recuerdos que nadaban en su estómago se tiñeron de un melancólico color sepia. Salieron a flote al aflojarse la corbata, y al mirarla ir de un lado para otro, danzando entre las mesas sin admitir su existencia.

Pidió otro café, pero esta vez dijo "tú no". Y la desgraciada camarera del lunar en la frente bajó la mirada, y llamó a su compañera, deambulando entre todas esas almas entre las que nunca sabía si sentirse arropada o maldita. Al fin y al cabo, ella era una más, y se mezclaba entre sus desdichas sin percatarse de que era ella la que alumbraba en aquel faro que todos buscaban alzando sus tazas.

La otra camarera le miró. Y él se dio cuenta, por enésima vez, de que ella no pertenecía a aquel lúgubre lugar. Que ella no era el faro en la noche, ella era el sol, y allí todo eran bestias salvajes y nocturnas, dispuestas a profanar el brillo de sus ojos, de su piel, de su sonrisa... Y, ¿dónde estaba esa sonrisa? Allí nadie sonreía. Y él la miraba consternado de ver aquella flor marchitarse, ansiando un poco de agua fresca en un campo de amapolas, y no en un zarzal lleno de escarabajos y langostas.

"Mírame a mí, no mires mi pasado", le pidió sujetando su muñeca.
"No tengo que mirar nada", respondió sirviendo un nuevo café, sin alzar la mirada.
"Por favor".
"No has venido al lugar adecuado. Suéltame, estoy trabajando".

Y la dejó ir sin haber sido honrado con su mirada.

"Vete", le dijo al alejarse.

Pero, una vez más, se quedó. Y no sabía bien si todavía lo hacía por ella, o ya lo hacía por él.

Credit: WeHeartIt

4 comentarios:

  1. Es precioso, sobre todo ese "Mírame a mí, no mires mi pasado".

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  2. Como siempre da gusto venir a este blog y perderse entre sus palabras.
    Espero la segunda parte.
    Un beso

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  3. Yo también espero la segunda parte. Me quedo por aquí :)

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  4. Me has dejado un sabor de... noche que no sé bien como asimilar. Voy a por la segunda parte.

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